
Es la preponderante escena de un Padre que insta a su criatura a cumplir con un deber. Un Señor que hace su buena voluntad por encima de cualquier impedimento o pretexto humano. No queda duda sobre la soberanía de un Dios que al margen de darnos libre albedrío, su llamado se vuelve irresistible. Esto a saber que a lo largo de la Escritura vemos que todos sus designios se cumplen. Si no, que lo diga Jonás, quien tuvo que estar en la panza de un gran pez para entender que Dios no habría de elegir a otro profeta que no fuera él para los de Nínive.
Ahora bien, Jeremías como es de considerar, a priori quiso abstenerse de la sacrificada labor de hacer volver a un pueblo duro de cerviz ya que aquello le traería un sinfín de enfrentamientos y contiendas. Sin embargo, Dios no llama y envía a sus siervos sin antes ser llenos de su Palabra y de su Santo Espíritu. Él capacita y protege a quienes han de ser sus mensajeros porque sabe que separados de Él nada podemos hacer.
Esto también lo experimentó Pablo, el Apóstol de los gentiles, quien luego de su dramática conversión cumplió una labor realmente abnegada. Citando sus palabras, nos dice que fue azotado, apedreado, pasó mucha hambre y desnudez, en desvelos y peligros de todo tipo. Ahora bien, seguramente el otrora Saulo no pensó que pasaría tal penuria o al menos no imaginó la magnitud de ella, pero eso ahora es minúsculo a saber del eterno gozo que hoy vive con el Señor al cual sirvió.
Nos queda entonces aceptar todo lo que Dios nos pida y encomendarnos a Él, aunque esto signifique que el poder de las tinieblas será más punzante, pero si Dios es con nosotros nadie podrá vencernos. Saquemos a flote ese espíritu de poder, de amor y de dominio propio el cual todo verdadero hijo de Dios ha recibido y sirvamos al Dios que nos salvó. Finalmente, el mismo Jeremías pudo constatarlo más adelante cuando dijo: “Me sedujiste, oh Señor y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste…”
No hay comentarios:
Publicar un comentario