Y de aquello, Getsemaní fue sólo el comienzo. Porque nuestro Señor estaba a punto de beber la copa más amarga y abominable que jamás probó hombre alguno. La escena puede resultar difícil de entender. Como todo lo que Dios hace, inimaginable, inexplicable, pero después de todo, admisible para nuestra fe. Veamos lo que dice Lucas al respecto: «Y él se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró, diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle» (Lc. 22:41-43)
Ahora bien, ¿Qué cosa contenía ese cáliz que Jesús estaba a punto de tomar? Sin duda, el pecado de todas las generaciones. Ahí se concentró nuestras vilezas pasadas, presentes y futuras. Todo el expediente asqueroso que nunca hubiéramos podido limpiar ni con la más perfecta obra. Esta copa pues, no era algo agradable, sino el más repugnante sorbo que el Padre hizo beber a su Unigénito. Sólo Jesús pudo ver su contenido, y sólo él pudo tomarla por amor a su creación.
Ahora, teniendo este versículo en mente, pasemos a la experiencia de Abraham, en Génesis, cuando estuvo a punto de sacrificar a Isaac. Revisando la Escritura, podemos alegar que el muchacho fue una figura de Jesús, al menos en dos puntos. Isaac, al igual que nuestro Señor, al parecer estuvo de acuerdo con su propio sacrificio, ya que si consideramos que era joven y quizá robusto, pudo tranquilamente contender con un anciano de más de cien años. Segundo, Abraham iba a hacer lo que un día Dios realizaría con su Unigénito, es decir, inmolarlo. Pero la sangre de Isaac era pecaminosa y no podía salvar al mundo con ella.
Lo interesante es que Abraham, luego de oír una voz del cielo que le hizo detener el cuchillo, alzó sus ojos y miró, «... y he aquí a sus espaldas un carnero trabado en un zarzal por sus cuernos; y fue Abraham y tomó el carnero, y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo». (Gn. 22:13). Ahora bien, consultando algunos libros, el zarzal era una planta espinosa que mayormente habitaba en regiones áridas y desiertas. Algunas otras eran zarzas, matas, pequeños árboles, yerbajos y hierbas punzantes. Crecían abundantemente en Palestina y en otras tierras bíblicas. La sincronía del caso es que este zarzal era producto del juicio de Dios cuando Adán pecó: «maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo». (Gn. 3:18).
Lo que estoy tratando de decir es que de la forma en que Abraham halló al carnero coronado entre espinos, así también Jesús permitió que un objeto de maldición fuera puesto sobre su cabeza. En otras palabras, fueron nuestros pecados lo que hicieron que el Hijo de Dios usara esta diadema que por demás fue dolorosa.
LA CRUZ
La cruz siempre ha sido símbolo del cristianismo en todas las iglesias. Sin embargo para Jesús fue sinónimo de castigo y ejecución. La historia dice que los fenicios ya practicaban la crucifixión, y más tarde los romanos la aplicaron ampliamente. Sin embargo, Esdras 6:11 pareciera sugerir que ya en esa época era conocida, tal vez traída de los salvajes Asirios.
La cruz, entonces, es símbolo de vergüenza y humillación, como así también de la sabiduría y la gloria de Dios reveladas por medio de ella. Roma la utilizó no solamente como instrumento de tortura y ejecución sino también como cumbre vergonzosa, reservada para los peores y más bajos criminales. Para los judíos era señal de maldición, por eso tal vez aún no aceptan al Mesías, más esta fue la muerte que padeció Jesús y por la cual clamó la multitud.
Quizá algún día vez pueda comprender el amplio significado de la cruz, la razón que va más allá del entendimiento de saber qué cosa Dios vio en mí para hacer lo que hizo. Sé que fue por su amor y misericordia, pero sinceramente es tan maravilloso y conmovedor que no cabe en mi mente. Porque toda carne es hierba, y toda gloria como flor del campo. La hierba se seca, y la flor se marchita, así soy yo delante de mi Señor.
Más por medio de Cristo, Dios reconcilió consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, «haciendo la paz mediante la sangre de su cruz». (Col. 1:20).
Al respecto, hay un asombroso versículo que me resulta evangelístico a pesar que está en el A.T. Se trata de una mujer que le insinuó a David para que amiste con su hijo Absalón. Recordemos que ambos estaban distanciados por lo del asesinato de Amnón. El caso es que el rey no proveía la forma para que su hijo volviese del destierro y esto alimentaba odios y asperezas. Veamos lo que le dijo la mujer: «Porque de cierto morimos, y somos como aguas derramadas por tierra, que no pueden volver a recogerse; ni Dios quita la vida, sino que provee medios para no alejar de sí al desterrado». (2 Samuel 14:14).
¡Lo ven! Dios es el que proveyó de un cordero para traernos a su presencia. «Y él, cargando su cruz, salió al lugar llamado de la Calavera, y en hebreo, Gólgota; y allí le crucificaron...» Él nos amó primero y fue a nuestro encuentro, no para castigarnos sino para regalar salvación; no para darnos lo que merecíamos, sino para traernos paz y vida eterna. Porque es el hombre quien se reconcilia con su Hacedor, no al revés, puesto que fuimos nosotros los que le fallamos. ¡Gracias Señor por tu don inefable!
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