TODOS PASAMOS LO DE JUAN

El temor se apoderó del pueblo. Aquél hombre de Nazareth, hijo de un humilde carpintero, había hecho algo sorprendente e insólito, algo que desde tiempos de los profetas no se veía.
Naín, pueblo en la llanura de Jezreel, fue el escenario de lo que hasta entonces era una marcha fúnebre. La madre lloraba a su único hijo quien era el sostén de los dos, pues también era viuda. El joven había fallecido y ella lucía desconsolada y llena de resignación. De pronto, súbitamente mudó su rostro lagrimoso a un estupor inesperado. El muchacho que era llevado en hombros, oyó la voz de mando del Señor de la vida: “Joven, a ti te digo, levántate”. Las emociones que allí se registraron han debido ser conmovedoras.
Para entonces, las multitudes ya seguían a Jesús y no era para menos. Sus discípulos crecían y como en todas partes, también sus detractores. Pero fue un grupo de los primeros quienes emocionados fueron a contarle lo que presenciaron a un viejo amigo que estaba en prisión. Su nombre, Juan el Bautista.

DUDAS QUE ATORMENTAN
La Biblia lo presenta principalmente como el heraldo de Cristo. Su ministerio fue muy breve, pero gozó de una gran popularidad. Fiel a su misión, reprochó a Herodes el tetrarca el adulterio en que vivía con la mujer de su hermano Felipe, razón por la cual fue puesto en prisión.
"Y llamó Juan a dos de sus discípulos, y los envió a Jesús, para preguntarle: ¿Eres tú el que había de venir, o esperaremos a otro?" (Lucas 7:18-19)

Imaginemos lo que pasaba por la mente del mayor de los profetas, aquél cuyo nombre significa “la misericordia del Señor”, aunque bajo esas circunstancias no parecía revalidarlo. Efectivamente, el mismo Juan que anunció al cordero de Dios, el que tuvo el honor de bautizarle en el río Jordán y oyó la voz del Padre decir: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”, ahora estaba inmerso en un mar de incertidumbre.
Recluido no solo entre fríos abarrotes sino también bajo el recuerdo de lo que un día fue su ministerio, el otrora voz en el desierto veía menguar su fe. Las cucarachas y ratones que pululaban a su alrededor, la humedad que calaba sus huesos, el trato hostil de los pretorianos, no eran más desalentadores que el no ver a su Salvador en acción.
Angustiado, deseoso de saber qué giro iba a tomar la obra de Jesús, quizá sintiéndose abandonado en tanto que otros estaban siendo socorridos, Juan envió a dos de sus discípulos para inquirir de Jesús si él era el Mesías prometido. Quizás esperaba que ese Cordero que un día él mismo anunció viniera a salvarle de las garras de Herodes.

¿ACASO NO PASAMOS LO MISMO QUE JUAN?

Te pregunto hermano si acaso no has pasado por algo similar. El Señor tuvo misericordia de ti, te adoptó y te puso ropas nuevas; te colmó de bendiciones y su paz rebalsó tu corazón. Entonces fuiste lleno de gozo, eras puro fuego, incluso predicabas y exhortabas con la Biblia en la mano; aconsejabas, reprendías, decías que todo se puede en Cristo. Todo iba bien, hasta que un día los recios vientos de la tribulación empezaron a golpear tu vida. Las ondas del cansancio y los afanes de la vida se pusieron de acuerdo para quebrantar tu fe.

Oras, ayunas, doblas tus rodillas y ves que tu situación no ha cambiado. Le pides a tus hermanos que intercedan por ti y los resultados son los mismos. Al parecer Jesús, a quien anunciabas y predicabas, se ha quedado dormido en la barca de tus problemas o simplemente no te hace caso. El diablo comienza a decirte que te equivocaste de Mesías y por ende, de religión. Los mundanos se ríen a tus espaldas y tu alma reniega porque a ellos les va bien.

Ahora te digo hermano, no te preocupes, Juan pasó por lo mismo. Sin embargo, nosotros tenemos una ventaja sobre él: tenemos el testimonio escrito de los apóstoles y la Palabra que nos dice: “no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese…”

Así que no necesariamente es tu falta de consagración, tampoco tu desobediencia, mucho menos que no vivas en santidad; tú puedes tener todo eso y aún así estar en la prisión de la angustia, en el foso de la desesperación. ¿Recuerdas a Daniel? El hombre hizo lo recto delante de Dios y sin embargo pasó una noche con los leones… ¿Y sus amigos? Ni qué decir. Su obediencia les costó pasar literalmente por el fuego y aún así no se quemaron.

Recuerda que no eres el primero ni el último que pasa por este valle de sombras. Pregúntale a Moisés en el desierto, a Elías en la cueva, a Pablo en Filipos, a Jesús en Getsemaní. Esos hombres, de los cuales no era digno el mundo, tenían que vagar por los desiertos y las montañas y refugiarse en cuevas y escondites. Anduvieron errantes de una parte para otra, sin otro vestido que pieles de corderos y de cabras, faltos de todo, oprimidos, maltratados.

Por lo tanto, no te guíes por las circunstancias ni las emociones, estas son engañosas como tu propio corazón. Pon tu fe en el testimonio de Jesús, en su bendita Palabra viva y eficaz, en el hecho real e histórico que en verdad él es nuestro reposo. Porque… ¿A dónde iremos si solo Él tiene palabras de vida eterna?

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